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Arte y memoria en la dictadura: Un llamado a la empatía

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El 11 de septiembre de 1973 es una fecha que ha dejado una huella imborrable en la historia de Chile. La noticia del bombardeo a La Moneda resonó no solo como un hecho violento, sino que se convirtió en un símbolo del colapso de una utopía que muchos chilenos habían abrazado. Aquella jornada marcó el desenlace de un proceso político que prometía cambio y justicia social, transformándose, con la caída de un gobierno democrático, en un sinónimo de barbarie. Los ciudadanos enfrentaron un agudo sentimiento de incredulidad y horror ante el asalto a su propio sueño de un país mejor, dando paso a un periodo oscuro y violento que aún resuena en la memoria colectiva.

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Los perpetradores de esta atrocidad no fueron animales, sino hombres que traicionaron los principios más básicos de la humanidad. En el clima de violencia instaurado por la dictadura, los actos de represión hicieron que algunos individuos se convirtieran en sádicos que disfrutaban del poder de infligir dolor. Otros, en cambio, se convirtieron en herramientas eficientes, desempeñando sus roles con un profesionalismo aterrador, como si la tortura y el abuso fueran trabajos rutinarios. El resultado fue un ciclo interminable de sufrimiento para quienes se encontraron atrapados en el entramado de la represión, sus gritos de angustia resonando en un sistema que se mostró sordo a la humanidad.

El arte ha tenido la tarea monumental de representar estos momentos de crisis a través del tiempo, una labor que nunca es fácil. Encarnar la realidad de la violencia sufrida implica un inmenso peso ético y emocional para los artistas. Al hacerlo, enfrentan no solo las pesadillas del pasado, sino también su propia compasión, su propia capacidad de empatizar con el dolor ajeno. Representar el horror no se transforma en un acto gratuito, sino en una responsabilidad cívica y artística, un compromiso de recordar y dar voz a quienes fueron silenciados. La memoria histórica es esencial, no solo para el reconocimiento de las víctimas, sino para la construcción de un futuro en el que tales atrocidades no se repitan.

Experiencias pasadas en lugares de tortura han dejado a muchos con una carga emocional poderosa, siendo testigos de lo que muchos preferirían olvidar. Sin embargo, la memoria, aunque traumática, es necesaria para asegurar que las lecciones se aprendan. El trabajo de los artistas, al explorar estos lugares de sufrimiento, debe servir como un recordatorio constante de la fragilidad de los derechos humanos. Aquí reside el esfuerzo por plasmar en el arte los sentimientos de dolor y pérdida, transformándolos en una narrativa sonora que no solo busca sanar, sino también educar y crear conciencia ante el posible resurgimiento de actitudes autoritarias.

A pesar de la aprehensión por abordar el tema de la dictadura, el arte puede actuar como un medio poderoso para rearticular el espíritu de un pueblo que ha sufrido tanto. La creación artística no debe ser vista como un lujo, sino como una necesidad fundamental para confrontar el pasado y construir un futuro basado en la memoria y la empatía. Al reconocer el papel del arte en la historia de la humanidad, se vuelve imperativo que los artistas se atrevan a caminar por esos caminos dolorosos. Como dijo Nissim Sharim, deben invitar a la sociedad a transitar desde el silencio hacia un coloquio transformador, defendiendo la memoria y buscando siempre que la historia no se repita, utilizando la fuerza del arte para conmover y educar.

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